En pretéritos tiempos masajísticos, se acuñaba el término “Empotamiento”. Muchas veces pensé que podía haberme vuelto inmune a aquel placentero “maleficio”. Pero la primera visita a Oriana no se me borraba del recuerdo.
Tanto fue al cantaro el agua, que no tuve más remedio que agendar una nueva visita.
A diferencia de la vez anterior, trazas confianza me inundaban, confianza pues ya había estado en sus manos y la conversación, esperaba yo, fluiría cordialmente.
Me equivoqué…
El trato fue como si nos viésemos todos los días y durante mucho tiempo.
Ella misma abrió la puerta y, confesando que no pensó que volvería, me llevó al box.
Estaba con ropa normal, me refiero a que tal como se le podría ver en la calle, y las alarmas de peligro, se encendieron raudas.
Me dice que se irá a poner más sexy y, francamente era imposible, me lleva a la ducha.
Cambiamos de box, por uno más grande, y vuelve enfundada en un body blanco…demencialmente sexy (Las alarmas de peligro, ya se habían fundido).
En un lento degradé , como cantaba Gustavo, me tendí sobre la camilla, y comienza el masaje…suave pero intenso.
Recorre y deshace una serie de nudos en mi espalda…
Llegado el momento de volcarme de espaldas, cubro mis partes pudendas (sin falsa vergüenza, debo aclarar), y puedo admirarla de pies a cabeza, sin escatimar en llenar el cuenco de mis ojos con su figura.
En un momento me dice “Me ayudas a quitarme esto? Es que tengo las manos con crema”
Asentí como cuando niño me entregaban la mesada semanal.
Debo confesar que mis manos se volvieron frágiles, me convertí en un torpe y no conseguía ayudarle.
Toda vez que pude hacerlo su piel blanca enceguecía mis ojos…
Un abrazo piel a piel, fue el comienzo de una espiral de sensualidad y placer.
Los besos tiernos, las caricias suaves y profundas…mis manos no cesaban, prodigas de caricias, de recorrer su piel por completo.
Bebí de la fuente de placer absoluto, cual sediento caminante del desierto. A la vez, acariciaba sus pechos, aquellos insolentes pechos llenos de juventud y belleza plena.
Devoramos nuestros sexos elevando la temperatura de la habitación, entrecortando la respiración y agitándonos mutuamente.
Puede besar cada rincón de su piel…cada uno. Descubriendo los detonantes de placer.
Ella sobre la camilla y yo de pie a un costado, nos fundimos en abrazos, besos y caricias hasta explotar de pasión asiéndonos con más fuerza el uno hacia el otro.
Imposible no recordar su sonrisa, sus ojos, su cuerpo angelical que llevaron a este cuerpo decadente a la fuente absoluta de la juventud.